martes, 8 de junio de 2010

SÓCRATES Y LA RELATIVIDAD DE LA MORAL

LOS SOFISTAS
En la democracia ateniense saber hablar y persuadir era una garantía para poder defenderse en un juicio o alcanzar el poder en la asamblea.
Así pues, el conocimiento de estas técnicas era una demanda del pueblo ateniense. Para cubrir esta demanda del pueblo ateniense nacen los sofistas.
Los sofistas en un principio eran sabios y profesores que enseñaban el arte del buen hablar (retórica, oratoria, técnicas lingüísticas de persuasión, etc.), junto con otros conocimientos, a cambio de dinero. En el ámbito democrático no tenían un sentido peyorativo. No obstante, cuando llegó el periodo de crisis y demagogia los sofistas se revelaron como síntoma y causa de la crisis política y moral del mundo griego.
Los ciudadanos griegos sentían que la democracia no funcionaba bien y que los políticos decían una cosa y hacían otra, modificaban las leyes según sus propios intereses, etc. Así pues, la demanda ciudadana hacia los sofistas cambio de signo. Ahora no se requería de sus servicios para una legítima ascensión al poder sino para poder luchar con las mismas armas y utilizar los mismos engaños que el poder mismo.
Los sofistas se convirtieron, sobre todo, en meros técnicos defensores de la relatividad ética y política. Sus discursos daban la posibilidad de salir libre de un juicio, triunfar en la asamblea o mejorar la hacienda. En ninguna de estas actividades era importante que fuésemos culpables, inocentes, que nuestras ideas fueran buenas para el estado o que perjudicásemos a terceros. Lo que es bueno o malo, correcto o incorrecto, es relativo, pensaban los sofistas, y esto justifica una actitud de egoísmo del ciudadano ateniense.
Los sofistas afirman el relativismo ético y político desde dos conceptos: fisis y nomos. Para los griegos fisis era la ley natural que rige todo el universo y por tanto tenía un carácter absoluto, la ley de la gravedad, claro está, no es una cuestión relativa. Es válida para todo el universo. El nomos es la norma o ley inventada, acordada por los ciudadanos. Así pues el parchís o las normas de tráfico pueden varían de un país a otro, incluso podían haber sido otras y hasta las podemos cambiar.
Es común a todos los griegos la veneración y respeto por la ley política y la norma moral. El precepto humano, en general, era considerado como absoluto. Las leyes no cambiaban de una forma caprichosa sino que parecían sólidas y duraderas y esto abundaba en la creencia de su absoluta validez. Los griegos, hasta la muerte de Pericles, gran político que dirigió con sabiduría y prudencia Atenas durante un largo periodo de tiempo, creían que estas leyes estaban avaladas por los dioses o que eran una cierta traducción de la ley natural. Tras la muerte de Pericles esta idea empezó a flaquear. Los ciudadanos tenían la experiencia de que otras polis tenían otras leyes y que incluso se creaban constituciones nuevas para colonias recién conquistadas. La discusión sobre lo justo o injusto era, además, algo habitual en el ágora. Si había otras constituciones, si era evidente la creación humana de nuevas constituciones y si se discutía sobre lo justo y lo injusto era claro que la justicia no era una cuestión de la naturaleza ni de los dioses. La justicia no era fisis, era nomos, una cuestión de convención como el parchís o las normas de tráfico, una creación cultural. El precepto humano, según los sofistas, es válido según cuándo y dónde. La ley es nomos y relativa.

SÓCRATES
Sócrates en apariencia se confundía con los sofistas. Como los sofistas gustaba de charlar con los jóvenes en el ágora y las calles de Atenas, despreciaba el saber sobre la naturaleza tan vigente en los filósofos anteriores y se ocupaba de cuestiones cercanas a la realidad humana como la ética, las costumbres o la política. Pero eran mucho más las cosas que le diferenciaban de los sofistas. Sócrates no vestía con lujo y residía en Atenas todo el año, no sólo esporádicamente. No era amigo de grandes discursos. No cobraba por sus enseñanzas (la única justificación de la enseñanza era el eros, es decir, el afecto). Con todo la diferencia más importante se daba en el orden moral. Mientras los sofistas defendían un relativismo ético Sócrates consideraba que la verdad natural o ética es siempre absoluta. No todo vale en nuestro comportamiento diario en sociedad.
Sócrates no tenía doctrina propia. Por tanto dos cosas estudiaremos de él: el método de conocimiento y sus implicaciones éticas.
¿Qué es lo que hacía Sócrates con sus discípulos en las calles y plazas de Atenas? Hablar, charlar con ellos y esta charla denominada filosóficamente dialéctica tenía dos momentos que respondían a dos objetivos.
Primero se intentaba llegar a la conciencia de la propia ignorancia realizando así la máxima socrática “sólo sé que no sé nada”. ¿Por qué? Evidentemente para conocer algo tenemos que estar persuadidos de que no sabemos. Quien cree saber no se preocupa de saber. Esta primera parte se realiza mediante la práctica de la ironía. Sócrates tomaba una actitud ingenua e irónica ante los valores morales que pretendía conocer: justicia, valor, prudencia, etc. ¿Quería saber que era la valentía? ¿Quien nos puede hablar del valor sino un militar valiente? Sócrates, acto seguido, buscaba al militar más valiente de toda Atenas y en presencia de sus discípulos le preguntaba sobre aquel concepto moral. El militar, deseoso de ser útil, lanzaba algunos ejemplos de actos valientes: “valiente es x al enfrentarse a 10 hombres” o “y cuando ganó tal o cual batalla con una mínima flota”; pero Sócrates le rectificaba: “yo quiero saber qué es el valor, no multitud de actos valientes”. El militar entonces improvisaba una definición: “la valentía es luchar en una batalla y no retroceder jamás”. Sócrates reflexionaba sobre aquella definición y buscaba un contraejemplo: “pero resulta que x, que es un hombre valiente, retrocedió en tal batalla de forma estratégica y ganó a la postre la batalla”. El militar rectificaba su definición y lanzaba otra. Sócrates actuaba de la misma forma demoledora hasta que el militar concluía que no sabía qué era realmente la valentía. Se hacía consciente así de su propia ignorancia y se cumplía el primer objetivo del método dialéctico: “sólo sé que no sé nada”.
El segundo momento intentaba llegar a un conocimiento de la verdad en cuestión, y este conocimiento no había que buscarlo fuera sino dentro de nosotros. Por eso esta segunda parte del método intentaba llegar a la máxima socrática “conócete a ti mismo” que se encontraba inscrita en el oráculo de Delfos. A esta segunda fase de la dialéctica la llama Sócrates “mayéutica”. La madre de Sócrates era comadrona, esto es, poseía “la técnica mayéutica” y esto consistía no en dar un niño a la madre sino en ayudar a la madre a que de a luz el niño que ya posee en su interior. Sócrates pensaba que su actividad en las plazas y calles de Atenas consistía en algo parecido al oficio de su madre. No daba la verdad a sus discípulos, pero ayudaba, con pequeños apuntes y preguntas, a que cada cual diese a luz la verdad, la definición correcta, que posee en su interior.
La dialéctica no siempre daba frutos. A veces no se llegaba a ninguna definición correcta del concepto moral en cuestión.
¿Qué había detrás de este anhelo de conocimiento? Había sin duda una preocupación moral. Sócrates se ocupaba de alcanzar definiciones absolutas de los valores morales porque pensaba que la gente que actúa mal, de forma perversa o incorrecta, no lo hace por maldad sino por ignorancia. Quien es malo sólo lo es porque no sabe realmente que es malo. Si conociese el bien no actuaría mal. Si conociese la justicia no sería injusto con los otros, etc. Esta doctrina que afirma que conocer el bien implica realizarlo se conoce como intelectualismo moral.
Evidentemente en una ciudad diseñada por Sócrates no habría cárceles. En su lugar habría escuelas. El mal deriva de la ignorancia y no merece castigo sino enseñanza.

LA RELATIVIDAD DE LA MORAL
a) El gusto o la opinión (doxa). Los juicios que constituyen una mera opinión o que son cuestión de gusto no son verdad absoluta sino relativa: “las lentejas son el plato más sabroso”, “el color azul es el mejor” o “Las mujeres gordas son más bellas que las delgadas”.
Primeramente son relativas al tiempo, a la historia. En algún sentido en la época del pintor Rubens tal vez era verdad que las mujeres gordas eran más bellas que las delgadas; pero en la década de los sesenta esto probablemente ya no era verdad.
Las opiniones o gustos son también relativos a la cultura. Es probable que en una cultura donde sólo se comen legumbres y no carne sea verdad que las lentejas constituyen un plato muy sabroso. En culturas donde sólo se come carne cruda, la cultura esquimal por ejemplo, el juicio anterior es falso.
Por último diremos que las opiniones o gustos son también relativas a la persona. Cada persona está dotada genéticamente con un temperamento peculiar, y cada persona recibe una educación que viene a modificar el temperamento, a crear carácter. Ambas cosas constituyen una personalidad única. Las personas de un mismo ámbito cultural o temporal tienen muchas cosas en común, pero como no somos idénticos en todo hay opiniones y gustos que nos diferencian. A Juan le parece que el color azul es el mejor, pero no así a Antonio que prefiere el rojo. Estamos entonces en un relativismo subjetivo.
Cuando estamos inmersos en una cuestión puramente relativa sabemos que no hay ninguna prueba o razón que pueda hacer objetiva la verdad que defendemos. No tenemos pues ningún derecho a imponerla a los otros o a mostrarnos dogmáticos. En lugar de pruebas o razones podremos mostrar nuestros motivos con la intención de convencer, en última instancia, a un posible interlocutor. El relativismo radical implica así un cierto respeto. Todo gusto u opinión es siempre respetable.
b) La ciencia o el conocimiento (episteme). Los juicios que constituyen ciencia o conocimiento como “2+2=4”, “Los cuerpos se atraen por la gravedad” o “las estrellas son brillantes” constituyen verdad absoluta.
La verdad de estos juicios no depende de la historia, la cultura o el individuo. Es posible que un tiempo, cultura o individuo ignore el conocimiento de que 2+2=4. No obstante 2+2=4 sigue siendo verdad. Mientras que el gusto se crea, los juicios que constituyen conocimiento se descubren, de ahí su validez absoluta. Si alguien defiende que 2+2=5 no diremos que es su verdad sino que está equivocado y trataremos de demostrarlo alegando razones. En cualquier caso, tendremos una tendencia, en algún sentido justificada, a imponer lo que es verdad a los que claramente están equivocados. Las cuestiones de ciencia o conocimiento implican así una cierta intolerancia. El maestro de matemáticas o el padre que enseña a su hijo no puede tolerar que el alumno o el hijo afirmen que 2+2=5. Podemos decir que el respeto hacia la verdad se traduce en una cierta intolerancia e imposición, generalmente propuesta como educación y enseñanza, hacia los que están equivocados.
c) La naturaleza de los juicios morales. Sócrates piensa que los juicios morales son parecidos a los juicios de la ciencia: constituyen verdad absoluta. Los sofistas piensan que los juicios morales son más parecidos a las cuestiones de gusto u opinión: constituyen verdades relativas.

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